viernes, 9 de agosto de 2013

Día 40.


Hay fechas que uno recuerda con todo lujo de detalles por nimios que parezcan, por ejemplo: hace nueve años el nueve de agosto era lunes, hacía un sol de injusticia, y la ropa que llevaba al final del día acabó en la basura impregnada de un olor que no quería volver a percibir como si el dolor pudiese tirarse con los restos de la cena. Días que no consiguen desvanecerse en la memoria como si al hacerlo uno corriese el riesgo de que se lleve una parte imprescindible de nuestra vida cuando de hecho esa parte desapareció ese día, y, tal vez hurgando en lo vivido, recordando, removiendo el dedo en la herida, uno intenta desesperadamente recuperar lo perdido: reconstruir en cierto modo el puzzle aceptando que la pieza de cielo que falta es ahora una ola fuera de lugar, un horizonte descolorido al alcance de la mano… No son los hechos en sí quienes nos rompen sino la forma en cómo suceden. No hay vuelta atrás, ni retorno posible. Cierro los ojos y veo la teoría con toda claridad, pero cuando  vuelvo a abrirlos todo está oscuro como aquel lunes a las cinco y media de la tarde.